martes, 6 de mayo de 2008

Daniel Puertas ,periodista argentino ,está publicando en el Diario El Popular Olavarría,Argentina) una serie de artículos sobre mujeres excepcionales matriarcas de la humanidad.....

Las abuelas de toda la humanidad fueron seres excepcionales
Mujeres, desde la noche de los tiempos
Toda la humanidad desciende de 33 mujeres. Blancos, negros, amarillos; africanos o esquimales, todos los seres humanos venimos de esas mujeres. Así lo ha demostrado la genética. Además, esas mujeres descienden del mismo grupo humano, que vivió hace unos 150.000 años en Africa. Las matriarcas de la humanidad vivieron en distintas épocas, aunque con un factor común: fueron tiempos muy, pero muy duros.

Daniel Puertas

dpuertas@elpopular.com.ar

La primera revelación fue en una charla cerca de la medianoche, donde mis amigos y yo hacíamos gala de esa extraña madurez que suele darse en la adolescencia para detectar las fallas del mundo que nos rodea. La dueña de casa, madre de uno de nosotros, había prolongado su sobremesa, se resistía a retirarse a su cuarto, donde ya estaba su marido, y, finalmente, tomó el centro de la escena y poco a poco se fue encaminando hacia el relato de un episodio de su juventud.

Mi primer asombro fue por el suceso en sí, casi una tragedia desatada por las pasiones humanas, en el que no podía ubicar a la madre de mi amigo, tan plácida ella, tan maternal y protectora. Con la lógica ingenuidad de una juventud extrema, sospechaba -ya que nunca lo había pensado en serio- que las experiencias duras dejan huellas visibles para siempre en el carácter y hasta en el rostro.

Por eso hubiera asegurado ante cualquiera que me lo preguntara, que la vida de la madre de mi amigo había transcurrido desde el nacimiento hasta el primer tramo de su ancianidad -debería tener por entonces cerca de cincuenta años- por un amable sendero, rodeado de flores, marcado por grandes alegrías y algunos pequeños sinsabores. No sabía entonces de la tremenda capacidad regeneradora del ser humano. En la adolescencia se supone que las tragedias son, siempre, definitivas.

La segunda y más importante sorpresa fue la increíble ferocidad, mezclada de forma sorprendente -nunca había imaginado hasta esa noche que esa fusión podía ser posible-, que revivía en sus ojos al recordar y contar cómo se había salvado ella y había salvado a su hijo, cómo había enfrentado las furias humanas y naturales.

Supongo que había guardado esa historia como un secreto -aunque seguramente no lo era para sus allegados íntimos- durante años, porque después de contarla el brillo de sus ojos se apagó y volvió a ser la mujer entrañable de siempre, aunque para mí ya era distinta: la quería un poco más y la admiraba como nunca antes.

A partir de esa noche supe que en cada mujer siempre hay mucho más que lo aparente. A lo largo de una vida azarosa, muchas veces encontré detrás de una fachada tierna o frágil una dureza coriácea que ponían a su dueña a salvo de cualquier golpe, cuando no instintos de fiera, listos para despertar cuando su dueña los necesitara.

Con la tonta soberbia de la juventud, recogía datos, los clasificaba arbitrariamente y, poco a poco, fué armando una serie de conceptos, juicios y prejuicios, sobre La Mujer, ese ser que ocupaba buena parte de mis obsesiones, era la fuente de casi todas mis alegrías y el origen de prácticamente todos mis tormentos, tal como se supone que debe ser.

A la natural preocupación por las mujeres por razones biológicas y culturales se le sumó un interés de investigador científico que me causó no pocas desazones, generó confusiones y produjo situaciones de las que me reiría si le hubieran pasado a otros.

Resumiendo: comprobé que la inmensa mayoría de las mujeres son tremendamente resistentes a muchos temporales que los hombres no podemos resistir de pie, que a la hora de defender sus amores -de todo tipo y por cualquier tipo- son tan capaces tanto del heroísmo como de la impiedad.

Para mi sorpresa, en mi clasificación de caracteres femeninos había grandes semejanzas entre muchos ejemplares de variado origen y circunstancias. Gracias a esos saberes vulgares y erróneos que utilizamos habitualmente para manejar nuestras vidas llegué a explicaciones que ponían el principio en el "instinto maternal" o en la cultura como torno de alfarero de la personalidad profunda.

Confieso que la fascinación por la mitad femenina del mundo me persiguió a lo largo de toda la vida y que a medida que los años fueron pasando muchas de las conclusiones a las que había arribado se probaron erróneas, por lo que cerca estuve de pronunciar alguna de las remanidas frases que innumerables hombres dijeron incontables veces a lo largo de la historia sobre la imposibilidad de descifrar el enigma de la mujer.

Llegó el momento en que sólo me quedaron unas pocas certezas, como la del tan mentado instinto maternal o la no menos mentada intuición femenina. Flaco logro para tantos años de estudio y análisis, especialmente porque me hubiera bastado leer cualquiera de los miles de libros donde se habla de eso para llegar a idénticas conclusiones.

El instinto maternal servía para explicar tanto la ternura como la ferocidad, algo que le explota a la hembra a la hora de defender sus cachorros. La resistencia femenina era algo que debían explicar biólogos, antropólogos o genetistas y no materia para un investigador aficionado y sin más medios que su percepción sensorial.

En esa línea de razonamiento, las Madres de Plaza de Mayo eran fruto de tal instinto mezclado con cierto idealismo tal vez heredado, paradójicamente, de sus hijos. Intuí, de todos modos, que en esas mujeres que marchaban cada jueves silenciosamente había una fuerza interna mayor, de una clase que hasta entonces al menos yo no conocía, y que las mantenía vivas y luchando, mientras sus hombres se morían devastados por un dolor insorportable.

Pocos años atrás los genetistas arribaron a conclusiones sorprendentes y me dieron respuesta a preguntas ya olvidadas. En primer lugar, las semejanzas que encontré en tantas mujeres -seguramente ocurre lo mismo entre los hombres, a los que no he estudiado tanto- no tienen nada de extraño: hay 33 mujeres, sólo 33 mujeres, de las cuales desciende toda la humanidad.

Antes de suscribir una afirmación que muy poco tiempo atrás hubiera despertado desde miradas compasivas hasta risas despiadadas, es preciso aclarar que los genetistas han rastreado la humanidad hasta sus orígenes gracias a la lectura del ADN.

El ADN mitocondrial -que no es el ADN (ácido desoxirribonucleico) del núcleo celular, sino pequeños órganos que lo rodean y ayudan a metabolizar el oxígeno, sea lo que sea que signifique todo eso- se transmite solamente por línea femenina. La mujer se lo transmite a sus hijas, la que a su vez lo pasarán a las suyas.

Cada uno de los casi 7.000 millones de seres humanos de hoy desciende de alguna de esas 33 mujeres. El 80 por ciento de los europeos solamente de siete, lo que dio origen al libro del genetista Brian Sykes "Las siete hijas de Eva", hoy inhallable por estas tierras.

Sykes les puso nombre: Katrine, Tara, Ursula, Xenia, Velda, Jasmine y Helena. Algunos creen que Sykes se abocó solamente a éstas porque "Las 33 hijas de Eva" no suena tan lindo para un título. Lo concreto es que cada una de estas siete mujeres cuyas vidas reconstruyó Sykes basándose en el rastreo genético, la arqueología, la antropología y la imaginación vivió en un momento en el cual los cromañones que se esparcían por Europa afrontaban condiciones de vida durísimas por los hielos que cubrían el continente. Debieron ser, necesariamente, mujeres excepcionales. Los clanes a los que dieron origen sobrevivieron en condiciones extremas, las mutaciones de sus genes son las que dieron su conformación actual a miles de millones de personas.

Sykes sostiene también que fueron también con una enorme capacidad de amor, de protección, que transmitieron a sus descendientes, virtud imprescindible para que un grupo pueda sobrevivir cuando tienen en contra a todas las circunstancias. Esta introducción del amor como factor imprescindible para la supervivencia tiene, sino la fuerza helada de los postulados científicos, al menos la vitalidad no menos poderosa de la poesía.

Gracias a la genética supe que no me había equivocado al encontrar ciertos rasgos comunes en muchas mujeres que van más allá de lo adquirido por vía cultural, que están más allá de la superficie, arraigados en lo más profundo de lo que entonces llamaba inconsciente y ahora me parece más adecuado -si lo despojamos de las connotaciones tecnocráticas- denominar "programa genético".

Esas 33 mujeres debieron ser fuertes, resistentes y, por sobre todas las cosas, decidieron aferrarse tenazmente a la vida, garantizársela a su prole, de no dejarse vencer por las malas trampas del destino.

Sus genes mutaron. Qué mutaciones transmitieron a sus descendientes y a nosotros, no se sabe. Aún no se puede leer la letra chica del código genético. Tampoco se sabe por qué se producen esas mutaciones, aunque algunos sospechas que son las que permiten la adaptación a determinada circunstancia y, por ende, a permitir la supervivencia cuando las condiciones externas están diciendo que no va más, que la especie se debe extinguir.

En ese ADN mitocondrial que pasa de madres a hijas está escrita la historia de la humanidad de los últimos doscientos siglos y quizá alguna vez se la pueda leer.

Entretanto, un ejercicio para nada trivial y quizá enriquecedor sea rastrear a esas extraordinarias matriarcas de la humanidad a través de sus descendientes cercanas, ya que en ellas alienta la misma esencia. Cada uno puede encontrar esos ecos que vienen desde el fondo de la historia, lo que podría ser una aventura tal vez imprescindible, aunque de final incierto.

Fuente :El Popular

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